
Cuando fumé mi primer cigarrillo de marihuana -no fue el último, aunque casi- yo ya me había drogado varias veces con la realidad, con las confusiones de la realidad y, además, con las confirmaciones de la realidad -era y es tan irreal… (Realidades paralelas y la percepción de la realidad).
Un amigo de cuyo nombre sí quiero acordarme me llevó a un chalecito en las afueras de Santa Fe -algo así como un barrio en donde los muchos empleados públicos de mi ciudad se habían construido un refugio con techo a dos aguas para los fines de semana; el río estaba cerca, también los árboles, y hasta en la casa había un jardín desmantelado y un perro llamado -este nombre parece que nunca se borró- “Capitán”.
Yo ya estaba drogada, reitero, cuando entré en la casa. Primero porque era adolescente; segundo porque eran los setenta, el inicio de los setenta, y todo se tambaleaba, a veces poéticamente; nada tenía límites exactos.
Pero la “droga” concreta la encendió en un delgado pitillo este amigo que digo, y me la pasó: “Dale una pitada profunda… undaaaaa”.
“Undaaaaa”…, eso sentí; una profunda e inmediata borrachera del corazón que me latía en los oídos y sentí que la música que venía de algún “combinado” o de alguna radio salía de mí directamente con los latidos -unos doscientos- del atropello de mi corazón.
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