









La casa donde me mudé en Agua de Oro es muy grande, y yo nunca viví en una casa grande. Voy y vengo por ella, ordeno, limpio, cambio el orden de los muebles, llevo y traigo mis costuras y mis libros.
Cuando me siento a fumar, o a coser, escribo.
Escribo en cualquier pausa del día, como si escribir fuera respirar o algo así. En los moldecitos de los vestidos que le hago a Lola escribo, y en la parte de atrás de las boletas del teléfono, la luz, el agua, alumbrado, barrido y limpieza.
Pero extravío todo: los utensilios de limpieza, las lapiceras, los hilos y agujas, las telas de hermosos colores. ¿Dónde dejé la escoba con la que estaba barriendo hace un minuto, dónde el papel de la cuenta de la luz en cuya parte de atrás escribí un poema, en dónde el hilo azul? Apenas puedo pedirle algo a mi vieja memoria, ya se me desordena.
Ayer escribí la entrada de hoy, para ustedes, con una cita de Lampedusa, el autor de El Gatopardo, a quien acababa de redescubrir y quería compartirlo… Compartir su mirada extraordinaria, compartir los finales del siglo XIX y los principios del XX, y Palermo, Sicilia, y Garibaldi, y su mirada -la de Lampedusa, digo- otra vez, de príncipe que se hunde en las tinieblas de la modernidad.
No encontré lo escrito ni tampoco el libro de Lampedusa, maravilloso príncipe, ni nota alguna sobre el caso, ni la cita, claro, que decía algo relacionado con el escribir sobre cue
stiones individuales para ser transformadas en… universales… bueno, a tanto no puedo llegar yo…
Pero ahora que me quedé sin nada escrito para hoy, y que casualmente no tengo inspiración alguna para borronear alguna de mis locuras y extravagancias, encuentro un cuadernito bastante viejo. Se ve que yo a los cuarenta años intenté escribir mi biografía.
¡Pero intenté escribirla toda en poesía!
Estos versos me salvarán, hoy.





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