Un silencio continuo no es misterioso, sólo es plomo y tedio.
El misterio es algunas palabras, no todas. Pero tampoco ninguna.
También es misterioso un largo poema, pero, ¡qué misterio es dar dos palabras y decir, por ejemplo, M’ilumino d’inmenso (me ilumino de infinito), como dice a veces Ungaretti.Se parece de todos modos al azar (Dios y el azar), que navega y trae especies preciosas a la arena: una moneda de oro porque se hundió un barco hace 200 años y hubo diecisiete tormentas -fatales pero azarosas
También estamos hechos de azar. Los hechos de nuestra vida son como la moneda que los naufragios y las tormentas arrojan o no arrojan sobre la playa. Los libros, las visiones, son como la moneda o no-moneda.
Filtrar la realidad de su hojarasca para que en lo escrito lo que se muestre sea intenso (De la realidad virtual y el principio de realidad psíquica).
Pequeño relato, supuestamente escrito por la niña que fui
La hora de la siesta
La loca hora de la siesta
cuando se oyen los pasos
y el corazón está con su fantasma.
A la noche y con rayos, todo negro como el vestido de terciopelo de mi mamá, todo furioso y tempestuoso y con silencios y ruidos repentinos, quisieron hacerme creer que brotan los fantasmas.
No digo que algunas veces no sea así, a cualquier hora, cualquier día, pueden aparecer, pero porque soy chica -parece ser que hay un momento en la vida de los adultos en que ellos olvidan para siempre determinadas cosas de cuando fueron chicos- sé perfectamente que la hora propicia, que la hora redonda que los deslumbra y los atrae es la hora de la siesta.
Cualquiera estará de acuerdo conmigo si es un niño y ha pasado alguna temporada con primos, en el campo o en una quinta, como yo. Casi puedo decir que los fantasmas de la siesta son fantasmas de campo, terriblemente tímidos y frecuentes, serviciales a veces y muy buenos jinetes.
Un día estábamos en la galería de la casa-quinta de mi tío María Isabel, Valeria y yo jugando a las cartas cuando yo dije: “corto”, y en ese mismo momento Valeria, que era la más pequeña, pegó un grito espantoso y se puso a llorar. Isa y yo supusimos que era por el diente flojo, que se le habría caído.
Hacía unos días que andaba con el problema y era el primero, por lo demás, así que, bastante mayores que ella, la comprendíamos, aunque de vez en cuando nos hubiera gustado darle un tirón y arrancárselo de repente, de cuajo, de inmediato.
Pero era la hora de la siesta, la respetable hora de la siesta en verano, en el campo.
Venía desde afuera un calor embalsamado con perfume de miel y de limones: era agridulce por lo tanto el calor, daban ganas de asaltar la cocina y comerse lo que sobró del postre, revisar los objetos de un viejo cajón, mirar las fotos de un álbum polvoriento y bastante prohibido porque se desintegraba de sólo tocarlo, jugar con la caja de herramientas tan anaranjadas y brillosas, y al momento daban ganas de no hacer nada de esto, ni siquiera de jugar a las cartas.
Venía desde adentro el silencio fresco de las casas de campo ventiladas anticipadamente para poder dormir la siesta, luego encerradas en la mayor oscuridad; y pequeños silbidos y ronquidos a coro, apagados por las puertas añosas bien cerradas.
Valeria dijo algo que no alcanzamos a entender primero, y que después pudimos, aterrorizadas, traducir:
“Me miró, me miró desde afuera y se llevó mi diente”.
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