La noche era ella misma, ese bulto que sólo podía tocar su carne sin darse ninguna explicación, sin siquiera saber la palabra fantasma o la palabra bulto.
No conocía las estrellas, la medida, la altura, ni siquiera sabía lo que era el silencio porque también, como la noche, ella era el silencio, al menos no se distinguía del silencio, apenas era un cuerpo que era noche y silencio sin nombres, sin nombre.
Sabía, de todos modos, sin letras, sin sonidos, sin resplandor, que era; parece que el ser sabe que es, cercana a una planta, con igual sabiduría.
Ella podía llover, podía ser la lluvia cuyo tacto la refrescaba; podía tantear la fuerza, comprender con el olfato las historias guardadas en el perfume.
En la oscuridad donde nunca para ella existió ninguna lámpara, apareció una mano que acaricia.
No puede haber sido otra cosa que la mano de una médium, que le transmitía las sensaciones y experiencias del para Helen remoto país de los cuerpos visibles y sonoros. Así como otra médium traduce las palabras de los muertos, Ana le armó el mundo de los que la rodeaba.
Se necesita creer, para que alguien nos diga qué dicen nuestros queridos que murieron. Creer, para no morir con ellos que ya no existen a nuestro lado pero están en alguna parte.
Y también Helen necesitaba creer, y Anne, su maestra, creer el doble.
¿Cómo transmitir el sentido y el nombre de una Piedra, augurando todo lo callado sobre la piedra, el viento que la traspasa desde hace siglos y a la vez su solidez, y su nombre, y su historia, o su leyenda?
Y si es tan impresionante llegar a traducir lo que es una piedra para alguien que no oye ni ve, que nunca vio ni oyó, ¿cómo traducir el amor, la blancura, la música, la belleza?
Lecturas en la escuela
Mis compañeros y yo nos sentimos tocados por la mágica biografía de Helen Keller que nos leía la maestra.
No llorábamos de tristes, sino de hechizados, o tal vez porque nos sentíamos un poco menos que Helen Keller.












