











Las enfermedades de los niños tienen algo tan trágico -hablo de enfermedades menores sin embargo (Enfermedades más comunes en los niños)- y a la vez tanto hechizo (Cuentos Hadas - Magia, Fe y Encanto?), que quien ha sido tocado en su infancia por la visión de algún mal, o ha mirado como ese mal tocaba a su amigo o hermano, lo recuerda por siempre, con una idea de haber aprendido algo (Aprender a vivir - Cuatro actitudes y un camino).
Yo me acuerdo muy bien de un niño enfermo, un niño vecino, de mi infancia. Él ya amaba apasionadamente a la chica más linda del barrio, Indiana, e imaginar sus rizos oscuros lo calmaba instantáneamente, pero por un instante (Chicos, no hagan esto en sus casas).
La cama estaba en el medio de los reflejos de sus sueños afiebrados, lo hamacaba, la cama y los sueños lo hamacaban, aunque él sentía que lo que mecían no era del todo su cuerpo, que quizás era de otro y él no estaba allí sino en las nubes que pasaban por la ventana, o ni siquiera en las nubes, tal vez sólo era aire respirado (Narraciones infantiles: Universo complejo y desafiante).
De pronto volvía a ser él por el dolor; nada más material que el dolor, nada nos hace más terrenos que el dolor físico, y la sed de apagarlo, de calmarlo (Dolor físico y dolor emocional: el holograma de los sentidos).
El dolor de cabeza lo empujaba como un viento fuerte -había manos que le penetraban la cabeza, o ramas que caían de los árboles atravesándola, y llegaban justo a dos lugares cruciales de ella: la inteligencia y la locura (Hacia una enseñanza e investigación inteligente de la inteligencia).
La locura decía: “Acá se coloca la corona del rey”, pero la corona era tan pesada, con sus oros y diamantes, que el dolor acrecía.
Entonces prefería pensar en su corazón. ¿Indiana lo amaría?
Pero su fiebre no tenía una respuesta; sólo el sonido -como rocío, como música- de la oración que rezaban sus padres en la otra habitación, oración que tenía el nombre de la tormenta o de esa brisa que de pronto se desata en la playa cuando uno está desprevenido.
Como creía que se estaba muriendo, cuando lo ganaba la sensatez -o algo de inteligencia, como él pensaba- se preparaba una rutina: sentir el sol como si estuviera allí en su cuarto, y como si él lo fuera; sentir el sabor del agua como si acaso tuviera en estos momentos nociones de sabor o de sed.























Se me ocurre escribir sobre los sueños porque anoche la yegua de la noche -the nightmare, la pesadilla-, me mordió y marcó tres leves rosas, y me pregunto quién bebió esta noche de mí, y ese que bebió por qué no se llevó las marcas, por qué no puso en su bolsa las señales de haberme visitado.
Y me sentí muy sola al despertar, pero más sola tres o cuatro veces de la extensión de soledad que me corresponde; encima recordé que fui una niña pequeña que tenía mucho miedo, y que esos miedos fueron justificados uno a uno: mi sueño del carro envenenado, de los dientes que vuelan a modo de puñal, de las manos con uñas de dos metros.
Cuando uno mira, ve, percibe, un objeto en profundidad, no puede sino verlo listo para ser amado. En realidad absolutamente todos los hechos humanos pueden ser tomados por un juego o por una tragedia: un juego de Dios o de su siervo Freud; una tragedia de Dios Padre y Dios Nieto.
Vestida con un larguísimo, viejísimo camisón, me acerco a un mueble antiguo, una cómoda. Abro el cajón de abajo y extraigo una funda de almohada.













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