Y ahora que ya estoy instalada en el lugar-paraíso-ojo de buey que soñé toda mi vida -Agua de Oro, pueblo pequeñito de las sierras de Córdoba - viene a buscarme el dolor, con sus consejos, con sus límites y enseñanzas: “detente un poco, yo también existo”.
El dolor, cuyo nombre he aprendido de chica, cuyos pasos caminan por el techo, se aproximan, me cercan, el dolor me trae su mariposa negra, sus flores moradas, incrusta su corazón de hielo en mis latidos desprevenidos.
Le digo que acá no hay nada digno de sufrirse, tan sólo solitarias plantas esperando su riego, musitando plegarias, le pregunto qué busca, incesante y eterno, en el vacío.
No contesta, yo misma me contesto que una música soñada que han escuchado despiertos mis párpados, una música ejecutada en un violín del sueño, escuchada por tenaces espectadores que no duermen, ha hecho girar el dolor otra vez. Yo misma tal vez, parada allí, silenciosa y congelada, he hecho girar la rueda.
La belleza
Y de pronto me digo que la belleza es una bruja mala, que los más extremados paisajes no traen calma sino excitación, y que la excitación trae el dolor. El agua mientras tanto canta en el riacho que pasa por la puerta de mi casa, el agua transparente que abriga piedras de hace miles de años. Y cuando canta el agua mi canto se hace melancólico: tengo temor de no volver de la belleza de decir…
Y otro de pronto, me digo que como vírgenes antiguas las palabras desesperan cuando llega a tocarse, o apenas a rozarse, la carne del misterio. Que la hermosura sólo más allá de la vida parecería tener poder, que sólo recostada en mi caja de muerta podría volver a hablar.
Pero vuelvo, y no estoy muerta, estoy viva, salgo al jardín, sostengo a mi perra CHANCIS del collar.





























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