Olga sabía que yo vivía enfrente del edificio de Obras Sanitarias, del famoso Palacio de las Aguas Corrientes, y alguna vez me había visitado, antes, cuando escribía poemas “materiales”. Ahora le era todavía más fácil ubicarme

. Yo habitaba un tercer piso por la calle Riobamba, y sólo separado por el balcón y unos cuantos metros cúbicos de aire libre tenía todo un panorama, como una pintura, como un friso, adonde estaban inscriptos dos palos borrachos -que después, en los días de marzo, se llenaban de flores- y una palmera erecta, alta y centenaria.

A veces, con las tormentas, la palmera se movía peligrosamente, y a fines de la primavera del 2001 -precisamente cuando hacía tan poco, el 11 de septiembre, habían caído con tanto estrépito y tragedia las torres gemelas en Nueva York-, yo sospechaba que en algún momento podría esa palmera caer rectamente justo sobre mi casa.

Pero eran sólo momentos, sólo ráfagas de pensamientos autodestructivos, porque a todo eso estaba venciendo a depresión que me produjo la muerte de Olga y también mi fracaso como poeta. Me había inventado una cura en la que entremezclaba budismo zen y alimentación vegetariana, yoga y caminatas aeróbicas, pero cuyo principal componente medicinal consistía en un cómodo sillón dispuesto en el living y mirando hacia el palo borracho, la palmera y el césped.
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