El 15 de agosto de 1999, murió Olga Orozco, y yo me quedé más triste de lo que generalmente estoy. Empecé a ver en las sombras de las plantas del balcón que se reflejaban al atardecer en el living, la cara misteriosa de Olga, y ni siquiera transformada por el paso que había dado -la muerte.

Sus ojos seguían siendo inmensas lámparas grises entre las plantas; mi imaginación le agregaba a su mirada ese poco de añil, ese poco de verde, ese poco de vetas amarillas que les faltaba en mi pared, pero los rasgos eran los mismos, ya que yo era la misma loca de siempre, la enamorada eterna de Olga Orozco.
Y Olga era la misma hechicera de siempre: transformaba mis escritos, corregía mis verbos, marcaba con fibra amarilla las cosas que yo escribía y que no le gustaban, desde el más allá, o el más acá al lado mío, o el más o menos acá entre sus visitas a amigos en el cielo y su magisterio en la tierra con Mora, su alumna
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