Duermo en un cuarto que da al jardín. Llamarlo así es una licencia poética. Se trata de algunos metros de pastos secos por la falta de lluvia, pero esos pastos secos a veces traen sorpresas inefables.
Ayer me desperté, abrí los ojos lentamente, miré por el vidrio de la puerta-ventana hacia el jardín, me restregué los ojos. Yo había sentido algo así como cascos transcurrir a lo largo de la galería, mientras dormía. Pero cuando mis ojos se abrieron de verdad, sorprendí “su mirada en la mía”: era un caballo overo, bello como una pintura.
Le sonreí porque no sabía cómo explicarle que no me molestaba que comiera las matas de mi patio: tranquilamente bajó la cabeza y continuó. Más atrás había dos congéneres suyos y uno de ellos era un potrillo color visón que tenía puesto un cencerro; cuando se agachaba para comer, el cencerro se lo hacía difícil: estiraba su cuello con un esfuerzo sobreequino.
Tal vez eran Padre, Madre e Hijo.
Fue por el hambre y la sed de los caballos que comprendí lo necesario de la lluvia; hacía meses que no llovía en Agua de Oro; en realidad, desde que me mudé a la casa que mira a las montañas -o más modestamente, a las sierras- nunca llovió.
Vimos caer nieve pero no lluvia, todo lo verde desapareció. Me sonó aquel “Todo verdor perecerá”, ayer, como un augurio de los peores. Me puse sombría y predicadora de infortunios.
De pronto recordé: era viernes y tenía que escribirles a ustedes.
Me puse a buscar en Google, en Wikipedia, en lo que fuera de Internet, a Chesterton. Quería informarme d e su biografía para empezar a hablar de él.
Desde hace mucho que me atrae Chesterton como ensayista y como autor de novelas policiales; sé que era católico y obeso y uno de esos ingleses excepcionales que no son nada sobrios, ni lánguidos, ni fríos, como Shakespeare o Dickens o Johnson y hasta llego al impúdico Chaucer de los comienzos.
En el corazón del mar...














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