Y tenías que volver a tirar -unos diez pesos-, y empezar una rueda larguísima en la que nunca coincidía nada y cuando coincidía parecía milagro, y te hechizaba. Y volvías a mover la rueda treinta o cuarenta veces a cinco o diez pesos cada vez Muchas veces ella, que se parecía a un hada le habían dicho, había sentido al diablo mirándola desde atrás cuando jugaba en esas máquinas , pero esta vez lo sentía pesar sobre su hombro derecho, fuerte, como si la estuvieran apretando. Se tocó con la mano izquierda y no había nada, o quizá el Maligno se había hecho fuegos artificiales, luego polvo con los cuadros de las tragamonedas. De inmediato buscó en la cartera un billete de cien y ya no había, o de 50, o siquiera de 10.
No había ni monedas.
Desde la puerta del casino , cada media hora, salía un micro llevando gratis a los jugadores que de otro modo habrían terminado rodando en un hipotético barril. Los llevaba hacia varias paradas donde podrían elelgir su colectivo para llegar a casa: todos, seguramente, guardaron los centavos del boleto.
Pero ella no, aunque subió al micro de los desesperados; en alguna parada la dejaría, más cerca que el casino.
El ambiente era de cementerio; veía siluetas y pisaba gente hasta que encontró un lugar al lado de un perfil. Era un perfil de mayordomo inglés, pero de pronto él la miró de frente y era un porteño un poco gardeliano, anticuado, que le habló.
Le dijo “buenas noches” y algo relacionado con la suerte; le señaló la noche que congelaba el vidrio de la ventanilla pero también le dijo que notaba que…
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