2020 y la Vida que debe madurar sin perder la inocencia del amor

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Que este año lleguemos sanos y salvos al año que viene

viernes, 30 de marzo de 2012

La ropa ni fu ni fa



















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sábado, 24 de marzo de 2012

Sexo en la Ciudad

La belleza ya no es lo que era, si no me creen,

miren lo que sigue:










El gesto vanguardista de Marcel Duchamp, al exponer un mingitorio como obra de arte, asestó un golpe mortal al anhelo de belleza que la humanidad creía implícito en toda expresión artística. Desacreditada, ridiculizada como ideal burgués o decadente, la belleza se tomó venganza invadiéndolo todo: la moda, la publicidad, el diseño y cada rincón de la vida cotidiana. Como dice Umberto Eco en su reciente "Historia de la belleza", nuestra época se rindió "a la orgía de la tolerancia, al imparable politeísmo de la belleza". ¿Es posible aún hallar un criterio sobre qué es lo bello y lo feo en el arte?

Una historia de la belleza se puede transformar con mucha facilidad en una historia del mundo
, sin que ello implique, por supuesto, que ni ese mundo ni esa historia hayan sido especialmente bellos. Más bien significa que a lo largo de épocas, y de muy distinta manera en cada una, la belleza ha sido un propósito persistente y un anhelo profundo. Desde la decoración del hogar, del palacio o del templo hasta el encuentro amoroso entre las personas pasando por el éxtasis ante las maravillas de la naturaleza estuvieron gobernados por un deseo de belleza. Sin olvidar por cierto lo que hoy llamaríamos formas estéticas, las cuales contribuyeron a definir la identidad de cada momento del pasado humano.

Pero en la actualidad la idea de belleza parece haber perdido el venerable, indiscutido arraigo del que gozó durante la mayor parte de la historia. Las vanguardias artísticas de
l siglo XX pusieron en crisis su vigencia, su carácter homogéneo y reconocible, incluso dejaron de aspirar a ella. La marginaron y la ridiculizaron. Pocas nociones se hallan tan asociadas a nuestra idea con

vencional del arte como la de belleza; pocas, sin embargo, se encuentran tan a menudo alejadas de nuestra experiencia habitual del arte cont
emporáneo. ¿Cómo se llegó a este agudo contraste?

Umberto Eco no profundiza en este interrogante central para nuestro tiempo, aunque lo registra. Su historia de la belleza, plasmada en un —bello— libro suntuosamente ilustrado, es un reflejo de su proverbial capacidad docente: clara, amena, sistemática. Pero el viejo ímpetu intelectual que distinguía al
autor de Obra abierta o Diario Mínimo derivó con los años en solvencia profesional y eficacia comunicativa. Nada que reprochar; pero hay algo para echar de menos en esta metamorfosis: la ausencia de un espírtu más inquisitivo que enriquezca el sólido relato de este libro destinado sin duda a complementar la clásica y popular Historia del arte de Gombrich.
Desde los griegos, y dur
ante más de dos milenios, la belleza fue la característica principal de la obra de arte o de lo que se entendiera por tal. Si en Platón el concepto no tenía, primariamente al menos, una carga estética, en la Poética aristotélica ya encontramos una definición apropiada de belleza artística: orden y magnitud eran los requisitos esenciales que debía cumplimentar una obra lograda. En su Metafísica, Aristóteles añadió otro término, el de
armonía. Ese legado griego, de ninguna manera originado en Aristóteles, pero potenciado por él, sería una fórmula perdurable en el pensamiento occidental.


Todavía Tomás de Aquino, a cuyo pensamiento estético Eco dedicó en 1956 su primer libro (
nunca traducido), define a la belleza en términos similares. Sólo en el siglo XVIII la estética burguesa iniciaría una revisión.
Pero ella no estuvo
dirigida a discutir los términos de la definición, sino que más bien intentó hallar un lugar para las nuevas pretensiones del sujeto. El arte bello, afirmaría Kant hacia el final de ese siglo, era aquel cuya forma generaba un sentimiento de placer en el observador. No eran por tanto las propiedades objetivas de la obra cuanto sus efectos sobre la sensibilidad individual —sobre el gusto— lo que caracterizaba a la belleza. Por otra parte, ella no estaba restringida, para Kant, a las obras de arte. También la naturaleza generaba un placer estético análogo.